Me he evadido de un hombre implacable y sombrío
que cotidianamente me flagela en la estrecha
prisión en que se agosta mi vida inútilmente
y en donde sólo se de silencio y de frío,
de sombras y mendrugos, ignoro que pecado,
que crimen tan monstruoso puedo haber cometido,
por lo que todo aquello que antaño fuera mío,
la música, la luz, el color, las estrellas,
sistemáticamente me es ahora vedado.
Mis ojos, poco a poco, perdiendo van su intensa
mirada y en mis labios ya se marcan las huellas
de un rictus de amargura, y hay una sed inmensa,
sed de tierra mandita, de náufrago extenuado.
que ha bebido el veneno de las aguas del mar;
mis manos antes sabias en el sutil cariño,
hoy acaso no pueden volver a acariciar;
se va volviendo viejo mi corazón de niño
y es torpe balbuceo mi anhelo de cantar.
Me he evadido, señora; aproveché un instante
en que los ojos malos del hombre que me apresa
se hicieron casi buenos; no sé si aquél brillante
fulgor de sus pupilas, era una llama obsesa,
maliciosa, taimada una burla a mi empeño
de librarme de él, si vierais. . .¡es un hombre
muy raro quién me guarda!, antes siempre risueño,
hoy, siempre pensativo. A veces dice un nombre
y al escucharlo siento no sé porqué un extraño
y dulce sobresalto. El lo nota, señora,
lo nota y me fustiga y al poner en el daño
inconcebible saña, mi carcelero llora
y delatan sus ojos tan amarga expresión
que mi rencor decrece y pienso enternecido
que al herirme flagela su propio corazón.
Otras veces, señora, con un gesto abatido
Se me acerca y clavando, cual dos turbias saetas,
Su mirada en mis ojos, se disculpa pueril.
¡mientras que habla, sus manos, temerosas, inquietas,
me sugieren dos raras arañas de marfil.
Vagamente recuerdo- ¡cuánto tiempo ha pasado!-,
que antaño no tenía las sienes entre canas,
tan áspera la voz, ni ése andar tan cansado,
ni ése extraño mirar. Son cosas tan lejanas
que me llegan borrosas cual si hubiesen cruzado
una espesa neblina o empapado se hubieran
en una tinta gris. . .
Es absurdo, no obstante,
fue muy cierto, señora; quería que florecieran
las rosas en otoño, que el astro cintilante
se volviera cantar y decía jubiloso
que llevaba una llama dentro del corazón.
Y lo extraño del caso, lo absurdo, lo asombroso;
¡era que en mí sentía la llama y la canción!.
¡Como duele el recuerdo, cómo duele Dios mío,
cuando antaño hubo risas y hogaño hay amargura!.
Su cerebro se ha vuelto calculador y frío
y ni un vestigio queda de su antigua locura.
Libertadme, señora, mi torvo carcelero
dormita, pero puede, de pronto, despertar,
y ha de ser mi castigo sumamente severo
si sabe que he venido piedad a suplicar.
cierto es que yo tampoco gusto del plañidero
lamento que mendiga, ni es mi empeño, señora,
llevarme un despectivo: “Anda con Dios, hermano”
que envilece al que brinda y envilece al que implora
y hace que sea una braza la moneda en la mano.
Si os hablo de mi pena también la de él os digo,
-¡más es lo que ha perdido que lo que yo perdí!-,
comprendedlo, señora, no soy ningún mendigo
pues en verdad os pido, más por él que por mí.
No sé por cual prodigio pude evadirme ahora
del hombre que me apresa en su estrecha prisión,
fuerza es ya que retorne. . . Libertadme, señora,
vos tenéis el secreto de mi liberación,
es el vuestro ese nombre que su boca murmura
y sois vos el motivo de su amarga obsesión.
Si efectúas el milagro, señora, su locura
le encenderá una llama dentro del corazón,
vos tendréis un tesoro de amor y de ternura
y yo lanzaré a los vientos mi más bella canción.
Luis Manuel Torres
1957.
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