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viernes, 24 de octubre de 2008

PROLOGO

Allá en mis mocedades, cuando vivía la hermana buena, cuando como todo escritor novel el sólo hecho de ver mi pseudónimo en letras de molde me producía una deliciosa satisfacción, cuando escribir era para mí una necesidad tan imperativa como amar, dormir o comer, cuando me amaba sobre todas las cosas a través de mis engendros literarios, con una ingenuidad disculpable en quien hace sus pinitos, igual a la exultante alegría de un recién casado, soñaba con la gloria, una gloria estupenda por no precisarse en una meta. ¿después? . . . ¡La rutina! ¡El dinero! ¡ La siempre odiada esclavitud, el cerco implacable que siempre había rehuido! Escribir dejó de ser para mí una necesidad espiritual, la válvula de escape de mi inquietud, la lucha por la fama pasó a ser la prosaica lucha por la vida, mucho más dolorosa que aquella lucha salvaje cruzando el interminable callejón abierto por la vía en las selvas chiapanecas en un ocaso implacable, que aquél doblar las espaldas bajo el peso de un saco de cien kilos, que el pintar inacabable de un casco de vapor de cabotaje. El capataz siempre repudiado se había vestido irreprochable terno de casimir inglés. Éramos cuarenta empleados, de los cuarenta yo era el único que sabía escribir, el jocker de la mutilada baraja editorial. Los escritores entregaban sus colaboraciones y se iban, yo, no considerado como escritor sino como empleado, escribía más que los escritores. Si necesitaban pies para las fotografías de una de las revistas se me llamaba, si había que hacer un cuento infantil, se me llamaba, si urgía un editorial, ahí estaba yo, y bueno para todo un día me encontré frente a un cuaderno de modas describiendo las últimas creaciones recibidas de París, para continuar redactando la explicación de un bordado a punto de cruz. Bien hubiera estado que se me trasformase en una máquina de escribir que amén de hacerlo, formaba para rotograbado, vigilaba cristales y atendía consultas sentimentales, escribía a las lectoras almibaradas cartas de amor, atendía la correspondencia comercial y hacía paquetes en la bodega, si no se hubiera tratado de sujetarme a un horario de hortera que debe llegar a la hora exacta o pagar cinco centavos por cada minuto de retraso, si no se hubiese luchado con tesón digno de mejor causa por modificar mi carácter perfectamente absurdo y no menos perfectamente irremediable, si no se me hubiese herido con mezquindades económicas naturalísimas en una fábrica de ropa íntima; pero increíbles para un hombre que comenzaba a hacer versos y como lo que he escrito lo dije con toda su crudeza al amo, un buen día llené dos cajones de papeles y abandoné aquél floreciente negocio para escribir libros en otro negocio floreciente. ¡ Ahí comenzó la segunda etapa de mi vida! Esa dislocada segunda etapa mil veces más intensa, más complicada, más amarga que la primera que he bosquejado. Escribí mi primer novela con todo el cariño con que el jovenzuelo escribía sus cuentos o sus poemas; pero circunstancias especiales me impidieron vigilar su edición y el libro de doscientas páginas, amén de haber sido mutilado inmisericordemente cercenándole no solo párrafos sino hasta un capítulo completo, ofreció en sus doscientas páginas, más de trescientas garrafales erratas. ¡ En errores sólo mi vida es comparable a mis libros!. Continué escribiendo porque necesitaba continuar comiendo y la imperativa e ineludible necesidad derrumbó definitivamente todo afán de gloria sin que la claudicación haya implicado mi descenso a panegirista de tal o cual credo político que podía arrimarme a la ubre gubernamental de tal o cual personaje posible mecenas protector, únicamente me plegué a escribir libros comerciales, libros que se vendan pronto, libros que no dan gloria; pero si dan dinero. . . ¡al editor!, “El Moderno Secretario” “ El Manual del Carpintero” “El Perfecto Declamador” o novelas con títulos ultra sugestivos como “ Los 7 Casos de Mis Siete Amantes”, o “Las Tres Virginidades de Catita”, que, urgidos por el problema económico, no permitían el mínimo pulimento. Llegó el amor y me dejó sin nada. Fatigosamente comencé a resurgir de esa nada, escribiendo desganadamente, a la fatigosa y desagradable tarea de corregir pruebas, de redactar artículos que no firmaba, adentrándome cada vez más en el mundo periodístico, trasmutando el escritor a un anónimo corrector de pruebas que cotidianamente se movía en los cuatro pisos de uno de los más importantes diarios de México, que conocía a todo el mundo en los talleres y a quien todos concluyeron por conocer como el corrector de x revistas y a la par un magnífico ¡carpintero! Pues llegó el día en que desapareció la necesidad de escribir parar comer y decidí liberarme definitivamente de la tiranía literaria que no tenía ya para mí ni el mínimo incentivo y dedicarme a encallecer mis manos y fatigar mis músculos en el taller en que distraía mis fatigas intelectuales y acaso no hubiera vuelto a escribir, acaso un buen día vendo maquinaria y herramientas y me voy como tantas veces me fui, por ahí, sin más bagaje que mi cerebro y mi indiferencia total y absoluta por el bien y el mal, por el amor o por el odio, por el norte o por el sur. El dedicarme por completo a labrar maderas preciosas no fue, como podría suponerse, una derrota, la convicción de mi definitivo fracaso en la literatura, la repulsa contundente de revistas y periódicos, la falta de un editor, puedo vender mis colaboraciones, puedo vender mis libros y aún ¡puedo vender mis poemas!; fue un gran cansancio convertido en deliciosa serenidad, un “exceso de vida”, lo que supongo yo les acontece a los hombres a los sesenta años y que a mí me aconteció a los 35, eso que tan bien define Machado en sus versos:“Ni os amo, ni os odio, con dejarmelo que hago por vosotros podéis hacer por mi,que la vida se tome la pena de matarmeya que yo no me tomo la pena de vivir” Un bajarme del escenario y sentarme cómodamente en primera fila a divertirme con la representación. ¡El amor? Una necesidad fisiológica. La riqueza algo perfectamente inasequible y para mis frugales costumbres, poco tentador. ¡La gloria? ¡Un espejismo demasiado caro y para mi idiosincrasia, muy difícil de pagar ¡Amor, riqueza, gloria, representaban un cúmulo de fatigas, de complicaciones, de contrariedades y yo me encontraba sumamente cómodo en mi asiento de espectador, encantado de mi fama de tornero y ebanista, satisfecho con el cariño incondicional de mi perro. Cada vez más apartado de los hombres y todo lo humanamente posible de las mujeres. Dueño absoluto de mi mismo, libérrimo para ir a donde me pluguiera, para hacer lo que me gustase, para decir lo que se me ocurriese a quien se le ocurriese pedirme mi parecer y así ¡ Porqué había de complicarme la vida escribiendo?. Pero hete aquí que de pronto, cuando ya estaba definitivamente borrado de mis aspiraciones y había perdido toda su vieja calidad romántica y era apenas un sedimento desagradable en mi corazón, llegó un amor tan completo, tan lúcidamente loco y tan maduro en su juvenil entusiasmo, tan maravilloso que me da pena confesarlo porque nadie creerá en él, no creerá en él el que ama porque su amor será el maravilloso, no creerá en él el que amó porque dirá. . . ¡Deja que pase el tiempo! No creerá en él el que nunca ha amado porque pensará: ¡El amor no existe! Más yo lo tengo, me he ceñido en torno suyo como la hiedra de la Ibarborou, no se irá ni yo aflojaré los lazos, lo demás no me importa. Llegó el amor exactamente como llega la luz del sol; pero no como llega tras una noche de doce horas a los ojos adormilados, no empobrecida por la rutina de alboradas; sino recibida con el júbilo de quien había creído, en una noche polar, haber cegado a todo resplandor jocundo, a todo calor preciso y en la negación irremediable gozaba la parálisis progresiva de una desolación sin lágrimas, sin reproches, sin rebeldías y de pronto sus pupilas como dos hilanderas felices que devanan en la rueca de su corazón la madeja rubia de un día antes jamás amanecido. Naturalmente el lector, sonriente supondrá que la llegada de ese amor, del inefable “último amor” que siempre se cree el primero; pero que yo decididamente creo el último, filtró nuevas energías en mis venas, resucitó viejos ensueños, desempolvó romanticismos, y con un atrevido gesto luminoso derrumbó la serenidad de indiferencia que me caracterizaba antes de que llegase y, derrumbó precisamente al odiado epíteto de “pose”, indiscutiblemente reconozco que modificó mi sentido de la felicidad, me hizo pasar de una estancia tenuemente iluminada a otra en que todo era eclosión de luz y de colores recorriendo todas las intensidades y todos los matices;Pero, he ahí lo difícil de explicar, me transformó sin transformarme, mi concepto de la vida, de las mujeres, de los hombres, del pecado, y de todo lo que es necesario tener un concepto que por infaltable se parece al sarampión, siguió siendo el mismo. Me pueril icé como un viejo podría ponerse a jugar con sus nietos a los soldaditos; me volví romántico como un neurasténico puede beber sorbos de luna una noche cualquiera; creo como el escéptico cree en la ley de gravedad o en la inutilidad del voto; en fin, me volví dulce, bueno, crédulo, pueril, leal, sincero y todo eso que nunca son los que dicen serlo; pero exclusivamente para una mujer, mucho más meritorio a mi juicio que haberme regenerado para la humanidad, meritorio y cuerdo pues en la disyuntiva de confiar en una mujer y confiar en la humanidad opto por lo primero que lo segundo entraña mayores riesgos y muchas menos satisfacciones. Así es que la gloria, la riqueza y eso que la mayoría de los hombres llama amor y que consiste en amar a cuanta mujer esté dispuesta a dejarse amar, continúa careciendo para mi de todo interés, si en lo pasado hubo un bosquejo de ambición, se ha empequeñecido hasta casi desaparecer, y a pesar de todo . . . ¡he desempolvado la máquina de escribir, -lástima que no pueda hacer lo mismo con mi cerebro-¡, vuelvo a escribir y en esta vez tan solo por la necesidad de escribir. Luis Manuel Torres. Acapulco, 1959.

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