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martes, 4 de marzo de 2008

N A D A

Íbamos por una calle cualquiera,
el robusto y joven cachorro
que envanece mi ego y yo.

Calle céntrica,
odiosa en la mañana dominguera,
como cause vacío,
ciegos los ojos vendedores
por los pesados párpados de acero.
desolado el asfalto
en su orfandad de prisas,
de angustias y pregón
y en gris desnudez acariciada
por ese sol civilizado
que no parece sol.
De pronto
apareció en la esquina,
hacia nosotros,
una esbelta mozuela.
El busto ya acusaba
madurez de vendimia
y el rubio pelo era
como trigo en sazón.

¡Cómo se conocía
que era domingo en ese
vestidito nevado
de sedas y organdí
y que tenía en la falda
un remedo de alas carmesí!

Fue un suceso tan breve
que cupiera
en un beso se novia quinceañera
que ve al novio partir:
fijó los claros ojos
en la recia figura
del hijo que venía
junto a mí.
Hubo como un chispazo,
mucho más,
como un deslumbramiento,
como una marejada de luz
que condensara
toda avidez de amar.

Después, en súbito fracaso, avergonzados,
aquellos ojos claros lentamente
bajaron su mirada hacia los pies,
piecesitos torcidos,
irremediablemente contrahechos,
como dos alas rotas,
como dos negaciones disfrazadas
en raso de escarpín.

-Hijo, ¡Te diste cuenta. . . ?
-¿De qué?. . . ¡Iba yo distraído!
- De nada -contesté-

Mis ojos casi muertos
rehuyeron la mirada
de esos sus grandes ojos
en que la luz se ríe
gozosa de vivir,
y en tanto repetía:
“De nada, no era nada. . . ”
mi espíritu, cojeando,
lloraba en la silueta
de la muchacha aquella
vestida de organdí.

Luis Manuel Torres
(Mexicano)

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